Ayer, en el diario El Mundo, venía reflejada la noticia de demolición de un chalet de la calle López de Hoyos, en el número 370 y el enterarme de la situación me produjo una cierta tristeza, un cierto desasosiego que me gustaría compartir con todos.
En el curso 1960-61 comienza la historia de los Colegios Ramón y Cajal, que tienen su nombre así, en plural, porque en aquellos momentos los centros de alumnas y los de alumnos tenían autorizaciones diferentes y se trataban como colegios completamente distintos, dependiendo cada uno de otras inspecciones y organismos.
Inicialmente el Ramón y Cajal tuvo dos ubicaciones, una, de la que no recuerdo prácticamente nada, en un chalet de la calle Fernández Caro, perpendicular a Arturo Soria, y la segunda, en el número 370 de la calle de López de Hoyos, en el chalet que ha sido demolido estos días, de modo que, podemos decir que el Ramón y Cajal nació allí.
La verdad es que mis recuerdos son importantes: fue mi primer domicilio en Madrid cuando, con mis escasos ocho añitos, acompañé a mis padres en el inicio de esta maravillosa actividad que sigue intacta. Vivíamos al principio en una de las habitaciones del chalet, “dormitorio” que debimos abandonar al ir creciendo poco a poco el Colegio y son muchos los recuerdos que me vienen a la cabeza: en estos momentos pienso en Ignacio, el jardinero de la por entonces “Villa Rosa”, que había sido la sala de fiestas más famosa de Madrid y que cerró definitivamente por esas fechas, pasando más tarde a ser la Junta Municipal del distrito de Hortaleza; recuerdo a Alfonso, conserje que empezó con escasos veinte años y que se jubiló con nosotros; recuerdo a profesores como Bustos, Pilar, Matilde, D. Arturo, más tarde inspector de educación y excepcional persona, recuerdo al malogrado Fernando y, cómo no, a José Melara, junto a otros muchos.
Eran momentos difíciles, complicados, pero maravillosos, en los que un muchachito de ocho años, con el pelo de la dehesa de sus Monegros natales y con un acento maño que era el hazmerreír de los madrileñitos de la clase abría mucho los ojos y se fijaba en todo lo que sucedía a su alrededor, teniendo que lidiar además con la repetición de dos cursos pues mi padre tuvo la idea de que empezara el Bachiller de entonces dos años antes, teniendo que repetir 1º y más tarde 2º, hasta que “enganché” con mi promoción. La verdad es que pasar de un ambiente rural a Madrid y, además, estar con chicos dos años mayores que uno, no fue fácil, pero me siento tremendamente feliz de aquello y en esto tuvo mucho que ver el chalet del 370 de López de Hoyos.
Fueron momentos de ir constantemente a “rótulos Ayllon”, por la zona de Bravo Murillo, para comprar letras que podían indicar que aquello era un colegio, como se ve en la fotografía que adjunto y que había que pegar con cierto riesgo en el exterior de la fachada; fueron momentos de nuevos alumnos, con un recuerdo especial a todos ellos, destacando esa primera promoción que terminó su etapa en el Centro, formada por unos increíbles Vilches, Sandalio, Ocaña, Bris, Guisado y mi admirado Félix Santos…, en quien yo quería verme reflejado, pues los cinco-seis años de diferencia con ellos, me parecían un mundo. Y entre las chicas, un recuerdo especialísimo a Elvira, nuestra Elvirica, más tarde directora del Centro Infantil y otro a Emilia, que luego tuvo a sus hijos con nosotros y que fue la primera alumna del Ramón y Cajal; igual que el entrañable Aníbal, tío abuelo de unos alumnos actuales, que fue el primer alumno.
Recuerdo a los hermanos Monzón, llevando el mayor, el ritmo de la música en la sangre y volviendo locos a unos profesores a los que en aquellos momentos les costaba seguir el ritmo de la música de jazz que les parecía poco menos que diabólica; y recuerdo aquel momento en que nadie se explicaba cómo en una noche la secretaría había pasado a ser sala de espera y la sala de espera estaba en la ubicación de secretaría. Aquello parecía obra de brujas y duendes, hasta que pudo descubrirse que los antes mencionados, una noche, treparon por una higuera para acceder por una ventana al Centro y, uno de ellos, de pequeño tamaño, entró en la secretaría por una ventanita como las que había antes en taquillas de cines, que parecen ventanitas románicas, y desde dentro, abrió la puerta, sacando los muebles de la secretaría a la sala de espera y metiendo los de la sala de espera en secretaría, volviendo a cerrar la puerta por dentro y saliendo por la misma ventanita interior. Es fácil imaginar la sorpresa de todo el mundo al llegar y lo que pudo hablarse para buscar un o unos responsables de aquello.
Eran momentos en que nuestro periódico, el Murciélago, era de tirada semanal y uno de los alumnos, vinculado al quiosco de prensa de Arturo Soria, voceaba los viernes “El Murciélago, ha salido el Murciélago” lo que despistaba a algún parroquiano que quería enterarse de lo que era aquello.
Mágicos momentos con Beltrán, el vendedor de chucherías, cordones de zapatos y piedras de mechero, que llevaba en un cochecito de bebé ampliado, y que montaba su tenderete delante de la parada de las “camionetas” (la EMT solo llegaba hasta Arturo Soria) que sigue en el mismo sitio; y mágicos momentos cuando nos tocó “mudarnos” a la actual ubicación de Arturo Soria, pues el propietario del chalet quería destinarlo a otros fines.
Sí, en esa ubicación nació el Ramón y Cajal y ayer, las primitivas instalaciones fueron demolidas para edificar apartamentos, contra los que nada tenemos. ¿Tristeza?, ¡claro! Pero la vida continúa y al igual que unos años atrás, con la gran reforma del Colegio, hubo quien me preguntaba si no me daba pena que desaparecieran las aulas que yo inauguré con mis doce años, a lo que respondía que hay que seguir adelante, la demolición del primer Colegio es un paso más que ha sucedido y ya es inevitable, por lo que tenemos que pensar en futuro y, como siempre digo a mis alumnos, el pasado es algo que me tiene que servir para darme cuenta de lo que he aprendido en él, pero sin el sinvivir de repetir lo que se vivió e intentando olvidarnos de esa frase tan habitual del “si hubiera…” y que sólo sirve para darnos cuenta de nuestros errores.
Quiero compartir dos fotos: una, la aparecida ayer en la prensa con la demolición parcial y, otra, del primer Ramón y Cajal, con el Citroën “once ligero” de mi padre en la puerta, como recuerdo y agradecimiento a todos: alumnos, profesores, familias que han pasado por nuestra vida y que nos han enseñado a ser como somos actualmente.
Con todo el cariño que uno sigue y quiere seguir siendo capaz de dar:
Mariano Sanz, director de los Colegios Ramón y Cajal
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Celso Cabrera Reyes empecé mi andadura de estudios en los años 61 en el colegio de López de Hoyos y terminé mi presentación en la ubicación actual.